Aparentemente, cuando el banco de inversión estadounidense Lehman Brothers colapsó en 2008 y detonó la peor crisis financiera desde la Gran Depresión, se formó un amplio consenso sobre la causa de la crisis.
Un sistema financiero inflado y disfuncional había asignado incorrectamente el capital y, en vez de gestionar el riesgo, lo creó. La desregulación financiera –junto con el dinero barato– contribuyó a una excesiva toma de riesgos. Y la política monetaria sería ineficaz para revivir la economía, incluso si se evitaba el colapso total del sistema financiero con dinero más barato aún. Por lo tanto, sería necesaria una mayor dependencia de la política fiscal (un mayor gasto gubernamental).
Cinco años más tarde, mientras algunos se felicitan a sí mismos por evitar otra depresión, nadie en Europa o EEUU puede afirmar que la prosperidad ha regresado. La Unión Europea recién está emergiendo de la recaída en la recesión (y, en algunos casos, de una doble recaída), mientras que algunos estados miembros están en depresión. En muchos países de la UE, el PIB se mantiene por debajo, o insignificantemente por encima de los niveles previos a la recesión. Casi 27 millones de europeos están desempleados.
Algo similar ocurre en EEUU: 22 millones de personas que desean un empleo a tiempo completo no logran encontrarlo. La tasa de actividad en la fuerza de trabajo estadounidense ha caído a niveles que no se veían desde que las mujeres comenzaron a ingresar al mercado laboral en forma masiva.
No hay responsables
Otros problemas continúan sin ser tratados y algunos han empeorado. El mercado hipotecario estadounidense aún sigue conectado a un respirador: el Gobierno ahora asegura más del 90% de las hipotecas y la administración del presidente Barack Obama ni siquiera ha propuesto un nuevo sistema que garantizaría préstamos responsables con términos competitivos. El sistema financiero se ha concentrado aún más, algo que exacerbó el problema de los bancos que no solo son demasiado grandes y están demasiado interconectados y correlacionados para caer, sino que también son demasiado grandes para ser gestionados y responsabilizados.
A pesar de un escándalo tras otro, desde lavado de dinero y manipulación del mercado hasta discriminación racial en los créditos y ejecuciones ilegales de hipotecas, ningún funcionario de alto nivel ha sido responsabilizado; cuando se impusieron sanciones financieras, fueron mucho menores de lo necesario, no fuera ser que las instituciones importantes pudieran verse en peligro.
Las agencias de calificación de crédito han sido declaradas responsables en dos juicios privados. Pero también en este caso lo que pagaron fue una fracción de las pérdidas que causaron sus acciones. Algo más importante aún, el problema subyacente –un sistema de incentivos perversos en el que reciben dinero de las empresas a las que califican– aún debe cambiar.
Los banqueros presumen de haber pagado totalmente los fondos de rescate del Gobierno que recibieron cuando comenzó la crisis. Pero nunca parecen mencionar que cualquiera que hubiera recibido enormes créditos gubernamentales a tasas de interés cercanas a cero podría haber ganado miles de millones con el mero hecho de prestar nuevamente ese dinero al Gobierno. Tampoco mencionan los costos impuestos al resto de la economía –una pérdida del producto en Europa y EEUU que supera los $us 5.000 millones.
Mientras tanto, resultó que quienes sostuvieron que la política monetaria no sería suficiente estaban en lo cierto. Sí, todos fuimos keynesianos, pero por demasiado poco tiempo. El estímulo fiscal fue remplazado por la austeridad, con efectos adversos predecibles sobre el desempeño de la economía.
Hay en Europa quienes están contentos porque la economía puede haber tocado fondo. Con el regreso del crecimiento del producto, la recesión –definida como dos trimestres consecutivos de contracción económica– oficialmente ha terminado. Pero, sin importar cómo se la mire en busca de resultados significativos, una economía en la cual los ingresos de la mayoría de la gente se encuentran por debajo de sus niveles previos a 2008, aún está en recesión. Y una economía en la cual el 25 % de los trabajadores (y el 50 % de los jóvenes) está desempleado –como ocurre en Grecia y España– continúa deprimida. La austeridad ha fracasado y no hay perspectivas de un pronto regreso al pleno empleo (no sorprende que las perspectivas para EEUU, con su versión más limitada de la austeridad, sean mejores).
El sistema financiero puede ser más estable que hace cinco años, pero eso implica un bajo listón: en ese momento, se tambaleaba al borde del precipicio. Quienes se felicitan a sí mismos en el Gobierno y el sector financiero por el regreso de los bancos a la rentabilidad y las tibias –aunque difíciles de conseguir– mejoras regulatorias, deben centrarse en lo que todavía resta por hacer. Solo un cuarto del vaso está, como mucho, lleno; para la mayor parte de la gente, las tres cuartas partes están vacías
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